Microrelatos.
Por regla general, un microrrelato tendrá entre 5 y 250 palabras, aunque siempre podremos encontrar excepciones, pero no varían mucho.
Para escribir un microrrelato nos tenemos que olvidar de hacer una parrafada para explicar algo concreto, por lo que eliminaremos obviamente lo que sería todo el desarrollo por ejemplo de una novela. Iríamos al punto clave o clímax de nuestra narración, en el que se produciría un giro inesperado que sorprenda al lector. De esta manera, nos tendremos que olvidar por supuesto de describir en exceso. Esta manera de escribir nos ayudará a buscar la palabra adecuada, en este caso los adjetivos descriptivos idóneos, para decir mucho con poco.
No es únicamente el tamaño y la concisión sino también, y sobre todo, su naturaleza elíptica: esa tensión entre el silencio y la escritura, entre lo dicho y lo no dicho. Lo que se silencia, lo que se sugiere y presupone tiene un peso mayor de lo que se dice o se muestra.
Al tener las palabras super contadas, lo que sí intentaremos es dar mucha importancia a la elección del título. No puede ser un título cualquiera, sino que intentaremos que esas palabras del título ayuden a completar nuestro microrrelato y a darle más sentido aún si cabe.
Y por supuesto, si en el microrrelato lo que menos hay son palabras, intentaremos también jugar con los silencios y los signos de puntuación. Por ejemplo, unos puntos suspensivos en según qué parte del texto los coloquemos pueden decir bastante más que una frase completa.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Calidad y Cantidad , de Alejandro Jodorowsky
No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga
Un sueño, de Jorge Luis Borges
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de maderas y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
Amor 77, de Julio Cortázar
Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
El pozo, LUIS MATEO DÍEZ
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.
La carta, de Luis Mateo Díez
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y, antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.
PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO - JOSÉ LEANDRO URBINA
Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza...
- ¿Dónde está tu padre? - preguntó
- Está en el cielo - susurró él.
- ¿Cómo? ¿Ha muerto? - preguntó asombrado el capitán.
- No - dijo el niño -. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros. El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.
Toque de queda, de Omar Lara
—Quédate, le dije.
Y la toqué.
Cubo y pala, de Carmela Greciet
Con los soles de finales de marzo mamá se animó a bajar de los altillos las maletas con ropa de verano. Sacó camisetas, gorras, shorts, sandalias…, y aferrado a su cubo y su pala, también sacó a mi hermano pequeño, Jaime, que se nos había olvidado.
Llovió todo abril y todo mayo.
ESTE TIPO ES UNA MINA - LUISA VALENZUELA
No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.
(SIN TÍTULO) - GABRIEL JIMÉNEZ EMAN
Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.
Fantasma, de Patricia Esteban Erlés
El hombre que amé se ha convertido en fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora.
La dicha de vivir, de Leopoldo Lugones
Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
–Yo soy el resucitado de Naim –dijo el hombre–. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
–Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…
–Así lo creía y por eso vengo.
–¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
–Que me devuelva mis pecados –suspiró el hombre.
Hablaba y hablaba, de Max-Aub
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
Amenazas, de William Ospina
-Te devoraré -dijo la pantera.
-Peor para ti -dijo la espada.
Las gafas, de Matías García Megías
Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.
Sólo una vez…
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas las gafas, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado, junto a mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.
Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.